Miércoles, 29 de Noviembre de 2023
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318 aniversario de la ocupación de Gibraltar por los ingleses

  • En plena Guerra de Sucesión al trono español

    Antiguo grabado del bombardeo de Gibraltar en 1704. FOTO NG
    Antiguo grabado del bombardeo de Gibraltar en 1704. FOTO NG
    Historia

    Aunque la fecha pasa desapercibida en muchas ocasiones, el 4 de agosto es una jornada clave en la historia española. Hace unos días alcanzaba su 318 aniversario desde que en 1704 se produjese la invasión inglesa de Gibraltar. A ese hecho trascendental se une que el pueblo gibraltareño, en una acción de características épicas, abandonara su tierra y posteriormente fundara lo que hoy conocemos como Campo de Gibraltar. Ese legado histórico pervive en San Roque, la ciudad donde se estableció el Cabildo exiliado y donde se guardan las actas capitulares fundacionales, la cédula real de escudo de armas, las ordenanzas calpenses, documentación eclesiástica, reliquias e imágenes religiosas y el Pendón de la ciudad.

    La acción sobre Gibraltar durante la Guerra de Sucesión española comenzó el 1 de agosto de 1704 cuando una formidable fuerza naval angloholandesa se situó frente al Peñón.

    Gibraltar había jurado lealtad a Felipe V, enfrentado al bando del archiduque Carlos de Austria, que apoyaban las naciones de Austria, Gran Bretaña, Holanda, Portugal y Saboya, que conformaban la Gran Alianza de La Haya. Y en este sentido, rechazó la comunicación del archiduque en la que se solicitaba ser reconocido como monarca.

    Aunque diferentes historiadores recogieron lo acaecido en esas aciagas jornadas, me parece interesante reproducir –en alguna ocasión me he referido a ello– lo publicado por un periódico de la época. La Gazeta de Zaragoza ilustró sobre el terreno de los pormenores de lo sucedido: “después de haber dado varios bordeos a estas costas los enemigos con su Armada sin haberse podido penetrar su designio, lo manifestaron, en fin el primero del corriente habiendo amanecido a lo largo del Estrecho y empezado con el día a introducirse con viento favorable en la bahía de Gibraltar”.

    Así que estuvo a tiro de la plaza empezó la flota a hacer fuego, seguido de un desembarco dirigido hacia Puerta Tierra.

    Pero volvamos al testigo excepcional del periodista de la época: “serían como las tres de la tarde cuando el príncipe Darmstadt (representante del archiduque) envió a decir con un tambor al gobernador de la plaza que la rindiese, ofreciéndole todos los partidos que quisiese, que de no ejecutarlo así la entraría a sangre y fuego”.

    La ciudad rechazó la rendición y con los escasísimos medios con que contaba, bajo la dirección de su jefe militar, Diego Salinas, dispuso la defensa. Al no contar con soldados suficientes, alistó a varios centenares de vecinos, que trataron de cortar el paso al enemigo.

    Lo cierto es que la poderosa escuadra tenía decidido la toma al asalto de la ciudad, conocedor el almirante Rooke –jefe militar de los ingleses– de las débiles defensas con que contaba.





    Más de 3000 atacantes habían logrado fortificarse en el istmo, el actual aeropuerto. Darmstadt con una proclama del titulado como rey Carlos III insistió a unirse a su pretendido reino, petición que volvió a ser rechazada.

    El terrible bombardeo sufrido por la ciudad del que dio cuenta el sacerdote Romero de Figueroa –al que en otro momento me he referido–, testigo del ataque, también fue corroborado por la prensa: “el día 3 repitió el fuego con tanta violencia, que hasta las dos de la tarde se dispararon más de seiscientas bombas, y habiendo asaltado el Muelle Nuevo con muchas lanchas se vieron precisados los que lo defendían a retirarse”. Antes, los defensores procedieron a minar el castillo, acción que fue la que más bajas causó al enemigo: “volando todo un lienzo de muralla mató a más de ciento cincuenta de los enemigos y les sumergió muchas lanchas con toda su gente”.

    Secuestro de los refugiados en Nuestra Señora de Europa

    Crónica de gran valor, pues viene a confirmar que acto seguido los soldados subieron hasta la iglesia de Nuestra Señora de Europa, donde se habían refugiado muchas familias, quedando detenidas y convertidas en moneda de cambio para los atacantes. A pesar de suponer una partida perdida desde el primer momento, dado lo desigual de las fuerzas enfrentadas, en mi opinión, ello también pesó en la decisión de Diego Salinas de acordar la rendición.

    Volvamos, mientras tanto, a la crónica excepcional de aquellas dramáticas jornadas, que además ofrece el primer indicio de que el bando español no tenía suficiente coordinación con su aliado inglés: “a las tres de la tarde se volvieron a enviar dos tambores a la plaza: el uno, del príncipe (el representante del archiduque), diciendo que por su temeridad se habían hecho indignos de su clemencia, y así que la había de castigar pasándolos todos a cuchillo, y el otro, por el duque de Ormond, comandante de los ingleses, asegurándoles aún de todo buen partido en premio de su gallarda defensa como se rindiesen luego y que se hiciesen los pactos”.

    En ese momento tan sólo trescientos vecinos y treinta soldados mantenían la lucha. Salinas consultó con el Cabildo y se acordó la rendición. Para entonces los enemigos se habían puesto de acuerdo en otorgar una capitulación honrosa. El primer acto fue el intercambio de rehenes y a continuación se entregó la ciudad.

    El día 4 todo estaba perdido. Se permitió que la escasa guarnición pudiese salir con armas y bagajes, así como con “tres piezas de bronce de diferentes calibres con cargas de pólvora y las balas correspondientes”; provisión de carne, pan y vino para tres días. No se realizarían registros de ningún tipo y a los que optasen por permanecer se les mantendrían los privilegios que contaban en tiempos de Carlos II. Las medidas excluían a los franceses, aliados de Felipe V.

    El príncipe Darmstadt, a pesar del enfado por la obstinada resistencia de los gibraltareños, demostró una gran humanidad, que contrastó con las acciones de muchos soldados ingleses, que tras la salida de la población se dedicaron al saqueo. El almirante Rooke impuso sus propios criterios y, en la práctica, la ciudad fue ocupada por las fuerzas inglesas, aunque hasta 1707 la reina Ana no nombrara a Elliot primer gobernador de la corona en el Peñón.

    Para entonces la inmensa mayoría del pueblo gibraltareño, con el Cabildo a la cabeza, había abandonado el Peñón, y se hallaba establecido en los alrededores de lo que había sido su ciudad.