
Las Cortes habían sido convocadas con carácter de extraordinarias ante las noticias de fiebre amarilla producida en Gibraltar y la amenaza de su extensión. El 18 de septiembre –tras una primera sesión el día anterior– se reunió el Congreso para debatir el informe de los facultativos de la ciudad. De dicho informe y las aportaciones de la Junta Provincial de Sanidad se desprendía que no había novedad sobre la salud pública. Sin embargo, las sospechas continuaban, pues esa misma junta había dado cuenta el día anterior del enterramiento de cuatro cadáveres: tres hombres y un niño.
En pleno debate se recibió un oficio del Secretario de Guerra informando de las últimas novedades sobre la situación en Gibraltar, donde el gobernador manifestaba que las enfermedades allí existentes «no pasaban de estacionales» y que no había de tipo contagioso.
El diputado Mejía Lequerica vio reforzados sus argumentos contrarios al traslado de la Regencia y las Cortes. Al mismo tiempo dio a conocer una carta proveniente del Peñón y dirigida a una casa comercial gaditana, en la que no sólo se negaba la existencia de enfermedad contagiosa, «sino que con los rumores esparcidos en Cádiz, aquel Gobierno había tomado providencias para impedir la comunicación con esta ciudad».
Pero si ello parecía cerrar el caso –no exenta la situación de incertidumbres–, la alerta dada hacía unos días por el cónsul Urrutia desde el dominio británico, no sólo había dado pie a la convocatoria de Cortes extraordinarias en un mandato legislativo agotado tras la aprobación de la Constitución, sino que provocó una crisis institucional. Y en la sesión a que me refiero, la Regencia pidió el respaldo parlamentario ante las noticias aparecidas ese mismo día en los periódicos Redactor General y Diario Mercantil –la libertad de prensa era un hecho– inculpando al Gobierno de haber dispuesto su salida de la plaza, sin que lo hiciesen los diputados. Hay que significar que a esa hora muchos ciudadanos habían salido la ciudad.
Porque si era cierto que la Regencia, previo el dictamen del Consejo de Estado, estaba dispuesta al traslado y había ordenado al tesorero real disponer de diez millones de reales para ello, tal medida habría de ser aprobada por el órgano legislativo, cuyos miembros también serían evacuados. Sin duda, el sistema democrático emanado de la Constitución era de obligado cumplimiento y, como tal, era asumido
La discusión sobre responsabilidades no se demoró mucho. Así el día 20 se hacía balance de la crisis y se destacó que se había optado por preservar el mecanismo constitucional que incluía la reunión de nuevas Cortes, las ordinarias una vez superado el épico período de sesiones que llevaron a la aprobación de la primera Constitución española.
El traslado, organizado para el 17, hubiese llevado al núcleo central de las instituciones democráticas hasta El Puerto de Santa María, hasta donde barcos dispuestos por el Ministerio de Marina trasladarían a todos los que no pudiesen marchar por tierra. No obstante, la vecina localidad no resultaba segura y, tal como se anunció al cuerpo diplomático acreditado en Cádiz, el destino sería Madrid.
Entretanto se hubo de resolver un conflicto de competencias: o Diputación o Cortes Extraordinarias, pues, como ha quedado reflejado, el cuerpo legislativo ya había cerrado sus sesiones.
Las críticas se dejaron sentir en un debate plenamente democrático de la mano del sector más liberal, que había visto en el traslado una maniobra de los grupos conservadores para evitar la continuidad democrática, impidiendo la constitución de las Cortes ordinarias.
El Consejo de Estado fue acusado de proponer el traslado del Gobierno sin tener en cuenta a las Cortes. El diputado Antillón pidió responsabilidades a las secretarías de Despacho, a las que imputó haber solicitado cierta cantidad de dinero «a un ministro extranjero por vía de empréstito». Argumentaba el representante que ello era competencia de las Cortes y no de la Regencia, aparte de considerar «harto indecoroso, emprendiendo el viaje bajo el aparato de la mendiguez».
Del mismo modo, el liberal Calatrava no sólo denunció el papel del Consejo de Estado, pues extendió sus críticas a la propia Diputación Permanente, a los secretarios de Despacho, a la Junta Suprema de Sanidad y al cónsul en Gibraltar, que había provocado la acción precipitada del ejecutivo. Aunque se manifestó convencido de la buena fe del gobierno, añadió que había sido «por aquellos que antes de cerrar sus sesiones las Cortes generales y extraordinarias, fraguaban epidemias aquí y en Gibraltar para alarmar a los nuevos diputados y lograr lo que antes no pudieron conseguir».
Pero el brote de fiebre amarilla era una realidad y los casos se venían dando desde el mes de junio en que había muerto el diputado puertorriqueño Power. Y no sería el único, también moriría el legislador catalán Capmany. Y quien había destacado porque las Cortes ordinarias se constituyeran sin sobresaltos el día establecido, el gran orador liberal ecuatoriano Mejía Lequerica.
Mejía, en la sesión del día 17, en pleno debate sobre la salida de la ciudad de los órganos de gobierno, se opuso de manera rotunda a tal media y volvió a defender el previsto establecimiento de las Cortes ordinarias: «por mi parte aunque me cueste la vida se instalarán el 25 de septiembre». Finalmente el Congreso se constituyó el 1 de octubre, y el 27 de ese mismo mes, la enfermedad que tanto había cuestionado en sede parlamentaria, acabó con su vida a la edad de 38 años.