Lunes, 4 de Diciembre de 2023
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Un campogibraltareño lucha contra la epidemia de fiebre amarilla (y II)

  • Tratado contra la fiebre amarilla del profesor médico Diego Terrero, editado por su hermano, el sacerdote Vicente Terrero
    Tratado contra la fiebre amarilla del profesor médico Diego Terrero, editado por su hermano, el sacerdote Vicente Terrero
    Historia

    «La cualidad de este virus es desconocida», recoge en su libro sobre el tratamiento de la fiebre amarilla el médico sanroqueño Diego Terrero. En su empeño por afrontar la enfermedad, comenzó el estudio de cadáveres en el Hospital de Cádiz, donde, aparte, estableció un grupo de enfermos para investigar la evolución de una enfermedad que, en 1800, afectaba de lleno a dicha ciudad y, por extensión, a toda la provincia. Tan sólo en la capital -donde residían unas 75.000 personas-, en ese año y en el rebrote de 1804 fallecieron cerca de 14.000 personas, y la mitad de los habitantes cayeron enfermos.

    Los barcos que arribaban al puerto gaditano procedentes de las colonias americanas eran el foco de entrada de la fiebre amarilla o vómito negro.

    A lo largo de sus investigaciones, Diego Terrero, contrasta diferentes métodos, y comenzaría con la aplicación de vapores de determinados ácidos, que descartaría por no verlos efectivos. Comprueba que muchos pacientes apenas duran veinticuatro horas o incluso menos tiempo y establece que «el sistema nervioso es el objeto de su ataque, singularmente la parte perteneciente al abdomen. Síguese de aquí depravación en la sangre, y de estas dos causas, plenitud en los vasos sanguíneos del vientre, mayor secreción de bilis, y de los jugos gástricos: de aquí los cursos y vómitos, y en todo el sistema, calentura alta, que produce los sudores. No descargando el cuerpo oportunamente, la sangre y bilis acumuladas en el vientre, causan emanaciones atrabiliarias, y sanguíneas, y la total depravación en la masa general, manchas e ictericia».

    Aunque prueba con eméticos (vomitivos), no los considera aceptable, pues «el miasma venenoso no es probable se coloque en el estómago: él es sutilísimo, y no se concibe objeto adecuado de su impulso, y aunque se evacuase, o destruyese, la afección del sistema quedaría formada».

    Día y noche dedicará Diego Terrero al estudio continuado de la enfermedad, logrando establecer los distintos períodos y las correspondientes aplicaciones medicinales.

    Terrero desarrolla un tratamiento con tártaro, aceite de almendras dulces, lamedor simple, caldo acidulado de limón, pulpa de tamarindo y azúcar «todo a sabor grato».  A ello une un enema de agua del mar, con porción de aceite de olivas. Tres veces al día fricciones del mismo aceite con tercio de aguardiente «en todas las coyunturas, y sobre el espinazo». Sinapismo en los pies, y de cuando en cuando una taza bien caliente de bebida acidula. El tratamiento se aplica durante cuarenta y ocho horas, consideradas esenciales por el facultativo. 

    En función de la respuesta del enfermo, Terrero propone nuevos remedios que han resultado efectivos en esa fase: sal catártica amarga, sal de higuera o lavativas de miel de abejas.





    El investigador escribe que «el vómito atrabiliario, o negro es síntoma fatal», sin embargo observa que superado el mismo son muchos los que sanan. 

    Llama la atención un apunte sobre pacientes femeninos, recogiendo que «ha sido muy suave el acontecimiento», algo que no logra descifrar, pues en la epidemia producida en 1730 hubo mayor número de enfermas. También comprueba una baja infección en las embarazadas «por suerte harto feliz, y desconocidos resortes han eludido su malicia».

    Ni los vientos fuertes ni las lluvias, «que limpian la atmósfera», se habían mostrado favorable en la reducción del virus, y solo el frío «lo puede destruir, impidiendo los vapores», escribe en otro momento.

    Por todos los medios el galeno intentará que los pacientes no lleguen a una situación de gravedad, que según su criterio se manifestaría al cuarto día (vómito negro, hemorragias que desembocan en un estado comatoso o letárgico). En este caso autoriza el uso de éter, alcanfor y quina.

    Purificar los aposentos y extraer las inmundicias, «es conducta apreciable», declara el investigador, pero confiesa que «indiferentemente son oprimidos del mal, los que viven en aires puros y en impuros».

    Con gran humildad, quien había logrado sanar a muchos gaditanos, reconoce que «el plan propuesto no es ciertamente el más atractivo, o para expresarnos con mayor propiedad, no es audaz. Sin embargo, muy expertos profesores en la materia, y de quienes hemos recibido con satisfacción su sentencia, aunados con los mismos sentimientos, profieren no haber triunfado con otros medios que con los suaves y benignos».

    El facultativo augura que «el tiempo quizá descubra el remedio a la fiebre amarilla», añadiendo un llamamiento a la ciencia para que «hagan justos experimentos hasta ver si se consigue tan deseado antídoto».




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