Miércoles, 31 de Mayo de 2023
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Gibraltar instala el teléfono con llamadas gratuitas a los médicos

  • Postal antigua de la entrada a la ciudad
    Postal antigua de la entrada a la ciudad
    Historia

    En los primeros días de septiembre de 1886, la sociedad concesionaria del servicio telefónico realizaba los preparativos para su instalación en Gibraltar. Su principal promotor, el gibraltareño Spagnoletti, había viajado a Inglaterra donde adquirió los materiales necesarios y más modernos, según publicitó en la ciudad. Las redes comenzaron a tenderse, siendo la mayoría de los trabajadores procedentes del Campo de Gibraltar.

    Al objeto de poner dicho servicio al alcance de los vecinos menos pudientes, los promotores llevaron a cabo una rebaja en la suscripción. Para hacer más participativo el proyecto, los señores Spagnoletti, Crookes y Henry, se manifestaron dispuestos a que un número limitado de ciudadanos tomasen acciones de la compañía.

    Pero la medida más popular fue la de facilitar la comunicación gratuita a todos los vecinos que precisaran de contactar con los médicos que ejercían en el Peñón. Las llamadas se realizarían desde la central telefónica.

    De día o de noche, sin importar la hora, si algún vecino necesitaba de la urgencia médica, podía acudir a dicho punto y desde allí efectuar la llamada a cualquiera de los facultativos, hasta poder contactar con el que en ese momento se hallara en su domicilio, pues la totalidad de los galenos habían contratado el servicio. Con esta iniciativa se evitaba ir de casa en casa para localizar al médico.

    Pero, paradojas de la vida, la poderosa Comisión Sanitaria se hallaba dividida en cuanto a que en sus propias dependencias se montara el servicio telefónico. Razones de economía alegaban algunos de sus miembros. Ni la prensa local ni los vecinos concebían dicha justificación. Los opositores, algo celosos con los compañeros que habían tenido la idea, tan sólo admitían que se ubicara en alguna de las oficinas.

    La Comisión Sanitaria, auténtica institución encargada de regir la organización civil gibraltareña, adoptaba acuerdos de obligado cumplimiento por la población civil. Pero esa autonomía no gustaba a los jefes militares ingleses, cuya preponderancia era un hecho desde la ocupación de Gibraltar en 1704. Hasta tal punto que, avanzada la segunda mitad del siglo XIX, impuso que una representación del ejército formara parte de dicho órgano municipal.





    Mientras que la mencionada corporación pública era criticada abiertamente por los medios locales, no ocurría lo mismo hacia el estamento militar, que vivía apartado de la población y disfrutando de todos los privilegios.

    La crítica de la prensa tenía una base de partida: las sesiones eran a puerta cerrada y ni tan siquiera se facilitaba copia del acta de las mismas. Los periódicos debían buscar las filtraciones que, por otra parte, desde la presencia de militares, se hicieron cada vez más difíciles.

    Apenas se llevaban a cabo los primeros trabajos para la puesta en marcha del invento debido al italiano Antonio Meucci –cuya patente fue robada por el británico Graham Bell– cuando los comisionados plantearon el proyecto de establecer una fábrica de gas para el alumbrado público y abastecimiento a los consumidores. A los vecinos les chocaba esta idea, pues si la Comisión había considerado un desembolso importante contar con el teléfono, cuánto podía costar la construcción y el mantenimiento de una fábrica de gas.

    Bien se veía promover un proyecto de ese calibre, que rompería el monopolio de la empresa adjudicataria y abarataría el costo al vecino, pero la realidad se imponía, y los diarios locales aconsejaron la apuesta por el alumbrado eléctrico, poniendo como ejemplo el recientemente instalado en el Círculo de la Unión Mercantil de Madrid. Pero ese alumbrado, por el momento, habría de esperar. Sólo los militares hicieron un ensayo en algunos de los cuarteles.

    Y de los grandes proyectos se pasaba a los pequeños, no por ello exentos de importancia. En este sentido, persuadidos los comisionados del perjuicio para la salud de los conductores de féretros –por el sistema tradicional de transportarlos a hombro–, puso a disposición de estos trabajadores unas angarillas construidas al efecto.

    No obstante, el grupo de hombres dedicados a este menester se negó a ello. Las angarillas eran muy pesadas y dificultaba el traslado. En el almacén de Covent Place se quedaron, aunque hubo quien apuntó su posible uso en el hospital.

    Donde no quisieron mojarse los regidores, pues quedaba fuera de su competencia por producirse en el puerto, fue en el conflicto entre la Sociedad Protectora de Animales y los propietarios de los vapores que trasladaban bueyes desde Tánger. El transporte se realizaba mediante la suspensión de las reses por los cuernos, tal como se hacía desde tiempo inmemorial. El reverendo Nickerson, horrorizado por lo que entendía un sufrimiento innecesario de los animales, no tardo en denunciarlo. La sociedad animalista gibraltareña actuó, pero sólo pudo sentar en el banquillo al capitán Charlton. El caso fue juzgado por el capitán del puerto, que desestimó la causa.