
La actual pandemia de coronavirus recuerda a otras situaciones a lo largo de la historia, que pueden servir, en algunos aspectos y a pesar del tiempo transcurrido, como ejemplo.
Había penetrado en 1833 a través de un barco británico arribado al puerto de Vigo, y al año siguiente ya estaba presente en toda España. Andalucía la sufría con especial virulencia. Era la epidemia de cólera morbo.
Cuando el mal hizo presencia en el Campo de Gibraltar se encontró con todo un pueblo dispuesto a hacerle cara. San Roque, la ciudad con fama de población sana (Ver en este medio “La ermita de los gibraltareños y la fama de pueblo sano de San Roque”), comenzó a actuar sin dilación a través de la Junta Municipal de Sanidad, que presidía el corregidor Pedro de Méndez Vázquez. La lucha fue épica y merece dedicarle algunos capítulos.
En su reunión del 10 de mayo de 1834 acordó la prestación del servicio de vigilancia en los accesos a la ciudad de la totalidad de los hombres disponibles, “sin que se puedan eximir de este servicio”. De igual forma, el encargado de expedir pasaportes no podía darlos a personas sospechosas y sin carta de sanidad. Los que saliesen hacia Gibraltar no tenían permitido el paso hacia fuera de la comarca. Nadie podía acoger forasteros sin comunicarlo, estableciéndose una multa de ocho ducados, aparte de las responsabilidades derivadas de los perjuicios para la salud pública.
Con intención de batir los montes, reconociendo cortijos y caseríos, se formó una partida sanitaria dirigida por José Díaz Sierra. Estas se encargaban de conducir a los lazaretos, en calidad de presos, a todas las personas sin documentación y boleta de sanidad. Abundando aún más, se ofició a los cabos del Resguardo de Rentas Reales, “que con la mayor escrupulosidad se reconozcan los documentos sanitarios de cuantas personas se encuentren en el término”.
Al tercer día se reconoció que la situación era crítica, ya que había casos en la vecina Jimena. Para tomar nuevas responsabilidades se nombró al capitán retirado Manuel Jiménez, como auxiliar de la Corporación, “autorizándole ampliamente para que, a las órdenes del corregidor, se dedique a la observancia de las disposiciones sanitarias, sin desatender el aseo y la limpieza de la población y las que crea”.
Desde el primer momento la Junta actuó con firmeza y mandó desocupar en 48 horas el caserío de El Almendral para dedicarlo a lazareto y a la Huerta Varela como lugar de observación. Se establecieron palenques para el envío de alimentos a Guadiaro, eligiéndose un punto del río y la venta del mismo nombre.
La expansión de la epidemia por Sevilla, Jerez y Ronda hizo reforzar el cordón sanitario montado para aislar a la ciudad, evitando que pasasen a ésta personas y efectos procedentes de las mismas. En Sevilla las autoridades abandonaron la ciudad, estableciéndose en Osuna y Alcalá de Guadaira. Muchas familias salieron sin control de la capital andaluza. Como previsión, San Roque rechazó el correo que se centralizaba en la caja de Écija, mientras que se aprovisionaba de especies y comestibles.
A pesar del férreo combate contra la enfermedad, la muerte del vecino Bartolomé Egea y su mujer provocó una enorme preocupación en la ciudad. Rápidamente los facultativos Vinet, Catany y Moreno, que fueron ejemplo de entrega durante toda la epidemia, certificaron que el matrimonio, que vivía en la máxima miseria, había fallecido de fiebres lipireas. Por tanto, la epidemia no había franqueado la estrecha vigilancia.
El 7 de junio se recibió la noticia de la muerte de cinco segadores en la finca de Marajambú, en el término de Castellar. Desde San Roque se advirtió a todos los dueños de cortijos para que no se admitiesen cuadrillas de fuera del municipio. El día 9 la infección afectó a Los Barrios y Jimena continuaba con nuevos casos. Para un mayor control, fueron abiertos dos nuevos lazaretos: en la Venta del Castillo y en el Caserón de la Pólvora Nueva.
Por su parte, el médico Francisco de Paula Vinet fue llamado a reconocer a varios quintos de Toledo, que se hallaban en observación en el lazareto del cortijo de la Virgen, en Casares. Vinet certificó el buen estado de salud existente, pero aconsejó que debían ser trasladados a otros puntos más adecuados. La Junta sanroqueña se apresuró en comunicarle que no había sitio, proponiendo el traslado a la Venta del Castillo.
El 14 las dificultades aumentaron: el carbón fue declarado susceptible de contagio. El perjuicio era enorme, pues la ciudad carecía de las suficientes provisiones. Con las precauciones debidas, siendo descargado en puntos ventilados y recogidos en nuevos sacos, se permitió recibirlo en el control situado en la Venta Gámez, en el límite con Castellar, y siempre que procediese de lugares no afectados por la epidemia.
La Junta en su afán de informar a los vecinos, distribuyó el manual aplicado en Sevilla por el licenciado Pedro Vázquez, Método curativo para el cólera morbus, al mismo tiempo que comenzaba la construcción de chozones en varios puntos para los destacamentos militares encargados de la vigilancia.
Una constante batalla era asumida por todo el pueblo sin descanso y con enorme disciplina.