
Los militares ingleses mantenían sus privilegios en Gibraltar en pleno siglo XX, como lo habían tenido en los dos siglos anteriores. La educación era buen ejemplo de ello, donde la ordenanza aplicable en el Peñón incluía el maltrato a los alumnos incumplidores.
Entre 1926 y 1929 el periodista español Luis Bello realizó una serie de viajes por las escuelas de Andalucía -también lo hizo en otros territorios, pero con menor dedicación-, e incorporó la colonia inglesa cuando se acercó a la provincia de Cádiz. Las crónicas aparecieron en el diario madrileño El Sol y, posteriormente, fueron recopiladas en libros.
A Gibraltar -también estuvo en otras poblaciones de la comarca- llegó en julio de 1926, donde el jefe de Policía John Cochrane le autorizó a permanecer hasta que sonara el primer cañonazo de la tarde, aunque en ese momento, como señala el cronista español, «es una fórmula viejísima, que sólo sirve para dar prestigio al tique que nos entrega un policía al llegar. Ya no hay toque de queda, ya no se disparan cañonazos».
No se resiste el visitante a describir el paisaje urbano local, completamente diferenciado del de los pueblos de su entorno: «Esta peña andaluza, en mar andaluz, sirve de abrigo a una ciudad de casas altas y líneas planas, sin balcones, con patios rígidos, de tono sombrío. Traemos los ojos habituados a la blancura de Cádiz, y encontrarnos aquí con las calles de Glasgow y con los patios uniformes de cualquier ciudad del Norte nos produce cierta decepción».
Y continúa: «no se han atrevido los ingleses, al construir para ellos, a soportar la crudeza de esta luz demasiado valiente, y han procurado mitigarla; pero han quitado el encanto de los interiores». En cambio, reconoce que los parques y paseos hasta Punta Europa, «están muy bien».
En su periplo auxilian al periodista el cónsul Luciano López Ferrer y el vicecónsul Miguel Aldasoro, y por parte británica el inspector de escuelas y secretario de la Junta de Enseñanza GS Follows.
Nada más contactar con la realidad objeto de la visita el visitante comprueba que Gran Bretaña no ha establecido escuelas de educación primaria de carácter público, pues considera que «la colonia, de raza y lengua no inglesa, no puede organizarse privadamente su propia enseñanza». Para ello se limita a subvencionar colegios que reúnen condiciones legales.
El control es absoluto y un inspector permanente determina la cuantía de la subvención. La cantidad no es fija, sino proporcionada al estado en que se halle cada escuela. El término medio es de tres a cuatro libras anuales por alumno. En 1925 la subvención a estas escuelas particulares ascendió a 8.993 libras esterlinas.
Las verdaderas escuelas públicas, las mejor dotadas en todos los sentidos, son las exclusivas del ejército británico, destinada a los hijos de los soldados y marinos de esa nacionalidad. El teniente Douglas acompañará al periodista en las visitas a estos centros exclusivos.
De la educación en las colonias se encarga el Army Education Corps (Cuerpo de Educación del Ejército). Esa organización, tan sólo en Gibraltar, cuenta con un consejero delegado, un inspector de las Escuelas Navales, un delegado superintendente de la Naval, un maestro jefe, y un oficial que tiene a su cargo la organización de los trabajos.
Todo un despliegue para favorecer la educación de los hijos de militares que, por otro lado, también tiene una clase superior: los jefes militares envían a sus hijos a Gran Bretaña.
Luis Bello no se interesa por un colegio de una congregación francesa, donde asiste un grupo de niños españoles que sólo hablan francés o inglés. No es la escuela de la mayoría, la pública que debe llegar a todos los rincones.
Llama la atención del periodista la militarización de los centros donde estudian los hijos de marineros y soldados. Los niños y niñas se unen en coro para recibir con un canto al recién llegado que, a pesar de todo, entona «una canción campesina, nada guerrera».
En la escuela de niñas hay unas cuarenta de nueve a catorce años. Al lado, la de niños: «los alumnos -primero las niñas, por cortesía- salen de sus distintas clases, cogen un ligero hatillo de ropa y un sombrerón de paja para el sol, y se echan a la calle». Es un mediodía de caluroso verano y van a bañarse a la playa, bajo la atenta mirada de los instructores militares.
La educación elemental es obligatoria, con responsabilidad de padres o tutores. Los correctivos por el incumplimiento de las órdenes son severos. Si la falta es atribuible a los alumnos, la ley inglesa especifica el castigo. Este hecho sorprende y preocupa al cronista, y ya anuncia que también sorprenderá a los lectores que puedan «envidiar el fondo de bondad y de cariño a la infancia que revela toda la organización inglesa».
Las Ordenanzas de la Enseñanza Obligatoria para la plaza de Gibraltar, establecidas en 1917, mantienen el castigo físico para los menores. Expresamente dice: «El director y el maestro pueden ordenar que el alumno sea tratado con no más de seis azotes, dados con vara de mimbre (…) Si el padre se persona en la escuela y desea asistir al castigo, los azotes se darán en su presencia».
Bello no logra visitar todos los colegios del Peñón. Cerca de Punta Europa en unos pabellones aislados hay una escuela de muchachas, pero cuando llega las clases han finalizado. Sin duda, su mayor satisfacción debió sentirla el periodista al conocer «la gran escuela de párvulos», al cuidado de señoritas y «no menos militar que las anteriores».
Todos los alumnos, ilusionados, enseñan sus dibujos al forastero. «Esto es una escuela maternal. Aunque haga de madre el Army Education Corps».