
Gibraltar fue punto importante para el rescate de los apresados por los piratas africanos. Desde allí se trasladaban hasta Argelia los religiosos mercedarios que negociaban la puesta en libertad de los presos. Turquía y Berbería eran los lugares desde donde partían los bien organizados barcos que alcanzaban las costas de la bahía. Algunas de estas incursiones alcanzaron la propia plaza gibraltareña.
En agosto de 1540 partió desde Argel una armada turca compuesta de dieciséis galeotas y otras embarcaciones más pequeñas. Ochocientos hombres experimentados en el combate navegaban en ellas, aparte de marineros y personal de remo. Al mando de Alí Amete y Carami se acercaron a la costa granadina ocasionando la voz de alarma entre los vigías costeros. Pero el objetivo no era otro que Gibraltar, a la que se sabía poco cubierta militarmente -la mayoría de los cañones estaban desmontados- y excesivamente confiada.
Al anochecer del 9 de septiembre los barcos se situaron detrás del Peñón, desembarcando un renegado para explorar la ciudad. El espía permaneció más de dos horas en las calles, moviéndose con absoluta libertad. Compró pan, uvas y pescado y retornó al buque insignia para informar que el asalto podía realizarse sin oposición. Para colmo, como señala el cronista Hernández del Portillo, “por aquel tiempo toda la más de la gente de esta ciudad estaba en las viñas vendimiando, que es la principal ocupación del campo de esta ciudad”. Con ello se confirma que la mayoría de los hombres en condiciones de hacer frente a los asaltantes se hallaban fuera, en los campos.
Desembarcaron los turcos y subieron cerca de la ermita de Nuestra Señora de Europa donde redujeron con engaño a los vigías de la zona. Con las primeras horas de la mañana los atacantes ya estaban en plena ciudad sin sufrir resistencia alguna. Mataron a muchos vecinos que se hallaban en sus casas y a otros los apresaron.
El barrio de la Barcina quedó ocupado y dada la violencia empleada por los intrusos, el conocido vecino Andrés Suazo de Sanabria tomó la iniciativa de refugiar en su casa a mujeres y niños. La vivienda era una pequeña fortaleza con torre desde donde se estableció la defensa del barrio. Empleó en ello a varios hombres, mientras que otro grupo comandado por su hijo Juan de Sanabria salió al combate abierto. En la lucha para evitar que el castillo cayese en manos enemigas perdió la vida el joven Sanabria, así como su escudero y resultando cautivo uno de los vecinos principales, Francisco de Mendoza.
Poco faltó para que los invasores alcanzaran la iglesia principal -hoy catedral de Santa María la Coronada- donde se habían refugiado mujeres y niños. Cinco hombres con ballestas cortaron el paso a los turcos, que hubieron de retirarse tras sufrir un buen número de bajas.
El combate en torno al castillo revistió especial dureza y entre los muertos se encontraron varias mujeres, pero la fortaleza no fue rendida.
El regreso de los que trabajaban en el campo permitió unir sus fuerzas a los que resistían y poner en huida a los atacantes. El escenario era desolador. Muertos y cautivos muchos vecinos, la tristeza llenó los hogares.
En su retirada las naves turcas alcanzaron el puerto de Puente Mayorga donde se hallaba el almacén del diezmo. Allí destrozaron la bodega, derramando más de seis mil arrobas de vino. De igual manera mataron trescientos cerdos que pastaban en los campos. Desde Gibraltar partieron vecinos armados para hacer frente a los piratas, que ya habían causado varias muertes en la hoy barriada de San Roque. Ante el empuje gibraltareño, reembarcaron los enemigos, dejando varios muertos y prisioneros.
Perseguida la flota enemiga por una amplísima escuadra al mando de Bernardino de Mendoza, capitán general de las Galeras de España, fue interceptada junto a la isla de Alborán, donde se entabló combate. La armada española capturó catorce de las dieciséis galeotas. Una fue hundida y la restante logró huir hasta Argel.
En agosto de 1558 se produjo una nueva incursión turca que pudo ser rechazada eficazmente, registrándose un solo muerto gibraltareño: Andrés Suazo de Sanabria, que tan heroico comportamiento había tenido en el terrible ataque anterior, donde había perdido a su hijo.
Estas incursiones trataron de ser controladas por los atajadores y guardacostas. Los primeros eran vigías situados en un sistema de torres repartidas en el litoral, de la que todavía existen vestigios.