
En Colón 18, la casa en la que nació en San Roque, residió Carlos Castilla del Pino hasta el 11 de marzo de 1933, día en que falleció su padre. Más bien hasta octubre de 1932, fecha en que se marchó a estudiar el bachillerato interno al colegio de los salesianos de Ronda, ciudad donde residía la familia de su madre.
La familia -su madre y sus tres hermanas- se trasladó al número 1 de la Plaza Mártires de Jaca, la actual de Andalucía. Los Castilla seguían teniendo una cómoda posición económica. Contaban con la fábrica de harina Santa Ana y eran los dueños del suministro del agua desde los manantiales de la Sierra del Arca.
La salida para estudiar supuso la ruptura con un mundo de aventuras. Carlos era un experto en contar historias de fantasmas, contrabandistas y bandoleros ante la expectación de sus amigos. Entre ellos, “los hijos de un anarquista alfarero y una comadrona, Carmen Bru”, relata en el primer tomo de sus memorias el que habría de ser eminente psiquiatra y escritor.
Esos niños eran los hijos de Ángel Ortega López y Carmen Bru Casado, matrimonio asesinado como consecuencia de la guerra civil. El hijo era Luis Ortega Bru, el que habría de ser insigne imaginero.
Entre los juegos habituales estaba el trompo y los meblis -una palabra referida a las canicas procedente de la mezcla lingüística del Campo de Gibraltar- y “explorar por las ruinosas casas de la calle Tesoro”. En esos años había muchas casas cerradas y sin alquilar, “en las que sospechábamos fantasmas y en las que oíamos ruidos extraños”, relata.
Las noches de verano eran propicias para la tertulia de vecinas, sentadas a las puertas de las casas.
En la vivienda tenían sus padres dos cabras, que un cabrero traía con todo el rebaño al caer la tarde. “Yo quiero mucho a las cabras. Me gusta su olor áspero pero limpio, a campo, a plantas del campo, a jara, tomillo, a algunas más que no identifico”, evoca el escritor.
Una sociedad selecta
La familia mantenía una actitud clasista. En este sentido, se refiere al mito de los Castilla y al apartamiento del resto de la sociedad local. En casa sólo se leía prensa conservadora y novelas por entregas.
La caída de la monarquía supuso un trauma, pues mantenía que la República estaba ligada, “a una cierta falta de clase, a una tendencia a la populachería”.
De otro lado, la existencia de un cuartel militar importante “acentuaba la separación de clases” predominante en la población.
En el selectivo Casino del Recreo, que se encontraba en la calle San Felipe, se celebraban todos los domingos y festivos bailes a los cuales asistían los oficiales del ejército destacados en el acuartelamiento Diego Salinas. También en el Salón Alameda tenían lugar representaciones teatrales con la intervención de los oficiales jóvenes.
Esa distancia entre clases era tan patente “que en la Alameda, el paseo principal, el de las farolas, sin que mediara naturalmente otra norma que la derivada de los propios estamentos sociales, era usado por la clase alta, y sólo por ésta, mientras los de clases menos acomodadas paseaban por los tres restantes”.
“Era un pueblo clasista”, escribe el psiquiatra, añadiendo que “los que trabajaban en Gibraltar eran muy pocos, y se dedicaban a sus faenas en el Arsenal”. Un mundo del que él se fue distanciando.
Esas diferencias comenzaron “a resquebrajarse a los dos o tres años de proclamada la República”. La reducción de los efectivos del Ejército se notó en San Roque, donde la ciudad perdió “el acicate en su vida social que supuso la presencia de jefes y oficiales por un lado y de suboficiales por otro”.
Sin embargo, no sería hasta el estallido de la guerra civil, en julio de 1936, cuando tendría lugar el cambio radical de “la estructura y dinámicas sociales”.
La persona más culta
En el verano de 1933 se produjo un encuentro fundamental en la vida del joven Castilla del Pino. Conocería al vecino Federico Ruiz Castilla, la persona que, a partir de entonces más le influiría. Ruiz Castilla “pasaba por la persona más culta de San Roque”. Vivía solo, su mujer había fallecido, y “mantenía la suficiente distancia de la alta sociedad sanroqueña como para ser respetado en su autonomía”. Del mismo modo, gozaba de la estimación de la gente humilde, a la que ayudaba en cualquier tipo de gestión.
Comenzó a visitarle en su casa de la calle San Felipe, donde podía acceder a la biblioteca y conocer la vasta cultura de aquel vecino que “se vestía para estar en su casa con la misma corrección que si hubiera de entrevistarse con el presidente de la República”.
La casa de Ruiz Castilla supuso un santuario de cultura y de rico aprendizaje: “Me dejaba los libros uno a uno, que le devolvía a la semana; luego me preguntaba por ellos, me hacía destacarle los vocablos cuyo significado ignoraba”.
Agnóstico declarado, “era de una gran liberalidad en su concepción de la sexualidad”, y decidido defensor de que la mujer estudiase, rechazando los discursos sobre la inferioridad femenina.