
La atracción del joven Carlos Castilla del Pino por la medicina y la investigación científica fue temprana, mostrando una gran admiración por el premio Nobel español, Santiago Ramón y Cajal.
En un rincón de su habitación montó un laboratorio. Lo llamó el Instituto de Biología Animal. Para nutrir sus incipientes investigaciones hacía excursiones al río Pino, donde capturaba culebras, lagartos y libélulas.
Al mismo tiempo, consiguió del médico Francisco Bermejo, gracias a la amistad que tenía con uno de sus hijos, le permitiese acudir a las autopsias que se hacían en el cementerio local. En realidad, las hacía el practicante Antonio el Bueno, siguiendo las indicaciones de los médicos.
También asistía a las curas de los soldados en el Hospital Municipal, sobre todo a las relacionadas con las enfermedades venéreas, que eran realizadas por el Bueno. Y en el Matadero observaba los trabajos al microscopio sobre la triquinosis en la carne de los cerdos, gracias al veterinario Miguel Molina.
El aviso de la realización de una nueva autopsia era celebrado por Castilla del Pino: “me fui hacia el hospital, cercano al cementerio, a reunirme con Antonio el Bueno, que había recogido el estuche con el instrumental y llevaba bajo el brazo, doblada, una bata blanca”, recoge en sus memorias.
Por otro lado, en el artículo anterior me refería a la influencia de su contacto con un vecino muy especial, Federico Ruiz Castilla, pero también habría que mencionar, aunque en menor medida, la del músico Antonio Morales Cano, con el que tomó clases y del que se comentaba que había sido clarinetista de la banda de alabarderos del Palacio Real de Madrid.
Morales era el director de la banda de Exploradores, que adquirió importancia en el Campo de Gibraltar. Fue favorecedora, aludía el psiquiatra, de “una cierta amalgama entre niños de distintas clases sociales”, a lo que añadió la labor “de una cierta formación musical entre niños y jóvenes”. A ello unía la posibilidad de realizar excursiones y de inculcar el aprecio a la naturaleza.
El músico era masón y fue detenido cuando San Roque quedó de manera inmediata en el bando rebelde.
Morales fue llamado por el Requeté local para formar una banda, pues en ese momento no existía ninguna en la ciudad. Logró incorporar a jóvenes que siendo niños habían pertenecido a la de Exploradores y en ella pudo salvar la vida de más de uno.
La guerra y la represión
La guerra alcanzó trágicamente la ciudad. Aunque el 19 de julio ya habían entrado las tropas marroquíes y leído el bando de guerra de los sublevados contra la República, la verdadera cara de la contienda no se hizo presente hasta ocho días más tarde con la llegada a San Roque de una columna republicana organizada en Málaga, compuesta principalmente de milicianos y carabineros.
Cuatro hombres de la familia Castilla del Pino y el secretario judicial fueron asesinados al final de la calle La Plata, esquina con Coronel Moscoso.
Los intentos de tomar los cuarteles Diego Salinas y de la Guardia Civil fracasaron y la situación cambió al mediodía: “Hacia las doce de la mañana arreciaron los tiros. Vi correr a los milicianos, dándose voces los unos a los otros. Las fuerzas nacionales procedentes de Algeciras –alertadas por las telefonistas, las señoritas de Herrera –reconquistaban San Roque, y moros y falangistas perseguían ahora a los anarquistas y los carabineros venidos de Málaga y detenían a los sanroqueños que colaboraron con ellos”, rememora.
La narración del joven Castilla del Pino supone un testimonio directo de aquel aciago día. La represión ejercida por los sublevados no se hizo esperar y muchos inocentes fueron asesinados indiscriminadamente: “me fui corriendo hacia la calle de La Plata. A mitad de camino vi a los dos primeros cadáveres: un hombre y un niño, de una familia de jornaleros. Eran un padre y uno de sus hijos, de doce o trece años (los mismos que yo tenía), que habían matado los moros. Al parecer, el padre salió de la casa unos metros y fue abatido: salió el niño a socorrerlo y también lo fue”.
La curiosidad innata del muchacho hizo que pisara los escenarios más trágicos. Nada más enterarse de los fusilamientos de republicanos marchó para informarse sobre el terreno. Así, vio los cadáveres del grupo asesinado junto a las paredes del cuartel militar, y donde reconoce a dos de los cuerpos allí arrojados: “Había seis fusilados, entre los cuales estaban Maestú (conocido abogado republicano) y un tal Jerónimo Morata, quizás el único fumador de pipa de San Roque, y recuerdo que, caído boca arriba, aún mostraba la pipa entre los dientes. Los cuatro restantes me eran desconocidos. En ese momento llegaron unos falangistas a ver los fusilados. Uno de ellos se acercó a Morata, le dio un puntapié a la pipa, que salió disparada y se perdió en el sembrado inmediato”.
La familia Castilla se refugió en Gibraltar al amparo del gobernador lord Carrington, que solía acudir a cacerías en una de las propiedades de los Castilla, en el cortijo El Diente, desde donde regresarían para reintegrarse al San Roque de la retaguardia.
Sin embargo, la violencia formaría parte ineludible de esa etapa de su vida. Castilla del Pino pasó a La Línea para realizar el cuarto curso de bachillerato. Estando allí acudió al entierro de un alumno muerto de paperas, y se hace eco de lo que observa en el cementerio: “aunque eran las seis de la tarde pudimos ver los cadáveres de los fusilados la noche antes, junto a la fosa que se les obligaba a cavar y a la que ni siquiera habían sido empujados”.
El recuerdo de la guerra con toda su carga trágica y directa acompañó a Carlos Castilla del Pino, permaneciendo como parte fundamental de su infancia y, con ello, del conjunto de su vida.