
La historia de la Bahía de Algeciras ocuparía muchas páginas. La gran historia, por supuesto, pero también la desconocida, la del día a día que protagonizaba la gente sencilla. Como los lecheros que llegaron a la puerta del Consistorio de San Roque protestando porque las mercancías tenían que pasar por la Aduana de Algeciras. ¿Es que ya no valía la de La Línea? Porque tener que ir hasta la vecina ciudad y que allí se aduanasen los efectos y comestibles que luego se introduciría por mar en Gibraltar, no dejaba de ser un excesivo trastorno.
El Cabildo se mostró contrario a esta medida porque iba «en perjuicio de la clase más necesitada y de los labradores». Como tampoco vio con buenos ojos que la Comandancia General ordenase la demolición de edificios de particulares construidos en la zona de la antigua Línea de Contravalación. Eran los últimos compases del Trienio Liberal antes de ser barrido por las fuerzas que habrían de imponer la conocida como Década Ominosa.
El Ayuntamiento entendía que se trataba de suprimir el paso de mercancía a través de La Línea para beneficio de Algeciras que, a todas luces, no era el tránsito natural.
Los alcaldes-celadores también alzaron la voz como autoridad más cercana al vecino. Los alcaldes de barrio pasaron a constituir un organismo capaz de asumir una autonomía que escapaba a las competencias que les delegaba la primera autoridad municipal.
Con el ejército estaban especialmente enfadados los pedáneos de la Bahía más cercanos al Peñón -La Línea, Puente Mayorga y Campamento-, pues se ponía excesivas trabas a la actividad habitual de los vecinos sometidos al tratamiento que suponía la jurisdicción militar sobre el territorio.
No había facilidades y sí perjuicios. Así se interpretaba en estas poblaciones. Y a tal extremo se llegó que el propio regidor Vicente Niebla comunicaba preocupado que los alcaldes-celadores de barrio se excusaban de obligar a los vecinos al alojamiento de tropas transeúntes.
Ello obligó a que el Ayuntamiento crease una comisión extraordinaria para ejecutar dicho servicio, haciéndose cargo del mismo los cabos de justicia José Díaz de la Vega e Ildefonso Ramírez. Puerta por puerta, pues la gente no estaba dispuesta a alojar a los militares.
El jefe político del Partido solicitó información sobre las formalidades para el nombramiento de los celadores de estos tres puntos, que ya adoptaban decisiones de manera independiente. El Ayuntamiento liberal respondió que «se ha verificado por esta Corporación a pluralidad de votos en la persona que conoce como más apta para ello». Una medida que contrastaba con el sistema anterior donde era el comandante general -gobernador militar- y el corregidor de la ciudad los que concedían el correspondiente título.
Los alcaldes de barrio nombrados habían sido José Espinar, en La Línea; Juan Marín, en Campamento, y Manuel Islas, en Puente Mayorga. Al poco se hicieron cargo de las dos últimas poblaciones Juan Rodríguez Vallecillo y Manuel Sánchez, respectivamente.
Cuando el régimen constitucional cayó no tardó en borrar todo círculo progresista.
Sin embargo, la dificultad en encontrar a ciudadanos representantes de la Alcaldía, hacía que se contara con quienes habían demostrado su efectividad durante el período constitucional. Fue el caso de Manuel Iniesta, que lo había sido de Puente Mayorga, y ahora era nombrado para Campamento. La situación obligó a ello. En 1834 la mayoría de vecinos de la barriada se había dirigido por escrito a la alcaldía, denunciando, «el proceder y manejo» del alcalde-celador José Pérez Soares. Éste había apaleado a un vecino por haber conducido un novillo para ser lidiado en dicha barriada. El alcalde pedáneo se defendió afirmando que la fiesta fue montada sin permiso y hubo de emplear la fuerza para poder disolver a los vecinos que querían participar en la misma.
El Ayuntamiento suspendió a José Pérez y mandó a los tribunales la denuncia vecinal.
Pero nombrar al sustituto Iniesta le trajo problemas al Cabildo con la Comandancia General, pues Iniesta había sido investigado unos años antes por mantener reuniones clandestinas con los grupos liberales en el año 1824.
El comandante militar de La Línea mandó detener a Iniesta, prohibiéndole la entrada a Gibraltar. El Ayuntamiento salió en defensa de su representante, informando que era víctima de una falsa delación. Y que la razón de ese acoso no era otra que, en el cumplimiento de los bandos municipales por parte del alcalde-celador, había llevado a éste a retener un caballo del gibraltareño Pedro Scandella, que corría por el interior de Campamento. Scandella era uno de los potentados gibraltareños con propiedades en Campamento.