
A Carlos Pacheco -recién fallecido- lo recuerdo en los días de pueblo. En la infancia de los días perdidos. Él era más niño que yo. Y no tanto de la calle como de la lectura de las historietas de la época y el incipiente dibujo. Lo hacía en una libreta pequeña, sujeta con un trozo de cartón, reproduciendo personajes de los tebeos de la época. Personajes, recuerdo, de la entonces popular Editorial Bruguera: humildes protagonistas cuyas historias se desenvolvían en un bloque de humildes viviendas de una complicada rue del Percebe. Un retrato de la vida misma.
Pensó Carlos que algún día daría vida a sus propias creaciones y a las de los grandes guionistas. Aquello más que una pasión era una llamada perseguida. Un sueño diseñado y repetido.
Lo recuerdo, pequeño dibujante, sentado en el banco de la Plaza de la Iglesia -el Atrio para generaciones de sanroqueños- y luego ya triunfante en la Meca del cómic. Pero antes de hacerlo en el propio Estados Unidos, prefirió trabajar desde la buhardilla de su casa de Romero de Figueroa. Desde allí volaban a Nueva York sus extraordinarios dibujos, haciendo guiños a figuras de gente sanroqueña, incluidas en la aventura del cómic. Porque Carlos, igual introducía el rostro de un vecino conocido, que colocaba una medalla de la Virgen del Rocío en un taxi de la ciudad de los Rascacielos.
El ingenio no estaba reñido con pequeños detalles y paisajes cercanos. Demostrando que los muchísimos kilómetros de distancia no eran nada para sus superhéroes. Y, tal vez, porque el artista, que tan unido se hallaba a sus raíces, jamás se resignó a abandonar la infancia de los días perdidos.