
El historiador gibraltareño Tito Benady afirma que, desde los primeros años del siglo XIX, se mantenía desde el Peñón un comercio ilícito con España en artículos de tejidos y otros productos manufacturados, y que parte de este comercio estaba en manos de mercaderes vinculados con Gibraltar, entre ellos la familia Larios.
El primero de los Larios en establecerse en la plaza, durante la Guerra de la Independencia, fue Pablo Larios y Herrero de Tejada, que había nacido en 1793 en Laguna de Cameros (La Rioja). Se casó en Gibraltar con Jerónima Tsahara Cheli y tuvieron ocho hijos. El mayor de ellos, Pablo Antonio, nacido en 1820, contrajo matrimonio con Leocadia Sánchez de Piña, que también tuvo ocho hijos. El primero de ellos, igualmente llamado Pablo, se casó con María Josefa Fernández de Villavicencio.
Con Pablo Larios Herrero, según el historiador Regueira Ramos, los negocios familiares de comercio y banca adquirieron una relevancia importantísima, siempre al amparo de la extraordinaria actividad mercantil adquirida por Gibraltar durante la Guerra de la Independencia. Esta bonanza en los negocios continuó hasta la primera mitad del siglo XIX, coincidiendo con la llegada del gobernador Gardiner, gran represor del contrabando gibraltareño. El financiero comenzó a gastar la fortuna que su padre había cosechado, con una vida de lujo y con obras filantrópicas y suntuarias. Compró el Hotel Club House, propiedad de Isaac Cardozo, edificio donde hoy se ubica el Ayuntamiento de la ciudad.
Del mismo modo participó de forma muy influyente en la vida social y económica no sólo de Gibraltar, sino de toda la comarca. Su hijo y heredero, Pablo Antonio, en el año 1850, participó en la creación de la Sociedad Plaza de Toros de San Roque. Creó un club de polo, que jugaba sus partidos en los llanos de Campamento y la familia fue una de los valedores de la caza del zorro en la comarca, a través de la sociedad Calpe Hunt. Los Larios eran mirados en el Campo de Gibraltar como señoritos extranjeros, más ingleses que españoles.
Pero habría que señalar otros datos que han tenido trascendencia en la vida económica, aunque a veces resultaron adversos, como el cierre, a principios del siglo XX, de la fábrica de corcho que la familia tenía en La Línea, o la negativa del Gobierno a que los Larios construyesen un ramal ferroviario entre la Estación de San Roque y la mencionada fábrica, proyecto rechazado “por razones militares y de política exterior”.
Tampoco puede obviarse la creación de la Sociedad Industrial y Agrícola del Guadiaro, constituida el 11 de junio de 1887, con la unión de unas 329 fincas, con una extensión total de 17.000 hectáreas (a las que posteriormente se sumarían otras 8.000 de los montes de Jimena), y que afectaba no sólo a varios municipios (San Roque, Jimena, Los Barrios, Gaucín, Casares y Manilva), sino a dos provincias, Cádiz y Málaga.
De otro lado, no sería correcto el limitar la participación de capital español estrictamente a los Larios. Como consecuencia, primero, del asedio francés a la ciudad de Cádiz, y, posteriormente, al declive de las relaciones comerciales con América, grupos de comerciantes se instalaron en Gibraltar. Sin embargo, resulta difícil distinguir entre quienes eligieron el amparo del Peñón por razones políticas (en 1814 se produjo un gran flujo de constitucionalistas) tras el regreso a España de Fernando VII y la abolición de la Constitución, de aquellos otros que lo hicieron por motivos exclusivamente económicos.
Benady señala que los años de gran auge económico, de 1793 a 1814, permitieron mejorar las condiciones de los que ya estaban establecidos en la ciudad, creándose una clase burguesa con rasgos diferentes entre los descendientes de lecheros, zapateros y otros oficios. Y nacionalidades, genoveses, judíos marroquíes y algunos portugueses, que se habían establecido en el siglo anterior.
La mayor parte de los foráneos llegados hasta Gibraltar para aprovechar la favorable coyuntura eran varones, mientras entre las mujeres había mayoría de españolas, lo cual llevaba necesariamente a matrimonios mixtos, en los que la influencia de la madre era fundamental para la conservación del idioma castellano, a pesar de la formación académica británica.
Hasta tal punto esta influencia se dejaba notar, no sólo en el idioma, sino en la cultura en general, que se hubieron de adoptar “medidas protectoras”. Así cuando Agustín Parral, en 1841, instalaba una imprenta para editar un periódico en castellano no fue autorizado por el general Robert Wilson, muy a pesar de que éste se había mostrado liberal e incluso había luchado en Cádiz, con el general Quiroga, en 1823. El endurecimiento de las medidas para impedir la influencia española en el ámbito social y cultural, llegaron a marginar a la colonia española. En el caso de Parral hubo de esperar a enero de 1868 para ver impreso su periódico. Se llamó El Calpense y superaría la segunda mitad del siglo XX.