
El próximo 14 de junio de 2017 se cumplirán 32 años de la firma del acuerdo de Schengen. Aprobado en 1985 por los escasos miembros iniciales de la todavía por aquella época llamada Comunidad Económica Europea (CEE) (Francia, Alemania, Bélgica, Luxemburgo y Países Bajos), dicho convenio se firmó con el claro objetivo de suprimir las fronteras entre los países miembros de la Unión Europea, permitiendo que todo ciudadano europeo pudiera desplazarse con libertad por el territorio comunitario. Pese al entusiasmo inicial, aún tendrían que pasar casi 10 años para que el acuerdo entrara realmente en vigor, y no sólo para aquel “grupo de los 5”, sino también para otros países que se habían ido incorporando posteriormente a la Comunidad Europea, como España y Portugal, que lo hicieron en 1986.
Los argumentos a favor fueron obvios y numerosos: la creación del espacio Schengen permitiría, en lo sucesivo, la supresión de controles en las fronteras internas, una política común en cuanto a visados, y armonización de los procedimientos en las diferentes aduanas, permitiendo la total movilidad de los ciudadanos comunitarios y agilizando los trámites con los extra comunitarios.
Cabe destacar que la libre circulación de personas es una de las libertades fundamentales de la UE, junto a la de capitales, trabajadores y mercancías. En este sentido, el espacio Schengen ha venido también facilitando la internacionalización de la actividad comercial de los emprendedores europeos, sea cual sea su país de origen y/o residencia.
Ahora bien, no todo son ventajas, y así se ha puesto especialmente de manifiesto de un tiempo a esta parte, a raíz de situaciones tan “difíciles” como la comisión en suelo europeo de varios atentados terroristas, y la adopción por varios países del nivel de Alerta 4, así como la crisis de los refugiados. Hay que tener en cuenta que, en materia de Seguridad, cada estado del espacio Schengen es responsable de controlar su frontera exterior, pues de ello depende la “protección” de todos los países que forman parte del acuerdo. Sin embargo, la libre circulación de personas implica una falta de control sobre los flujos migratorios dentro del territorio de la Unión, y también sobre quienes llevan a cabo actividades delictivas y se aprovechan de la falta de controles aduaneros para huir de la ley.
En la actualidad, son 25 los estados que consideran más los “pros” que los “contras” y que, en consecuencia, constituyen el espacio Schengen, entre ellos España. Aún siendo miembros de la UE, el Reino Unido e Irlanda nunca llegaron a firmar el convenio, aunque sí han venido aceptando la libre circulación de los ciudadanos europeos, que hemos podido acceder a ambos países sin pasaporte durante todo este tiempo. Al menos, hasta ahora… porque el Brexit y sus impredecibles consecuencias dibujan, a corto y medio plazo, un escenario confuso, al menos en lo que a Gibraltar se refiere, y a pesar de las declaraciones “tranquilizadoras” que desde el Ejecutivo de Fabian Picardo se intentan trasladar a la población.
En sus últimas entrevistas concedidas a medios españoles, el chief minister insiste en reclamar para la “frontera” hispano-gibraltareña un estatus especial, que permita la fluidez en el paso de personas a ambos lados de la Verja, y asegura confiar en que se encuentre una fórmula adecuada que tenga en consideración tanto a los trabajadores españoles como a los turistas, y también a los ciudadanos gibraltareños y británicos que tienen casa, relaciones personales y/o intereses en España.
Aún así, la preocupación existente al respecto es evidente, y lo demuestran las no pocas reuniones y tomas de contacto que, de un tiempo a esta parte, se vienen manteniendo con la metrópoli, con viajes a Londres que cada vez parecen más frecuentes. En uno de ellos, el pasado 2 de marzo, el viceministro principal de Gibraltar, Joseph García, mantuvo una reunión con el ministro del Interior, Robert Goodwill, en la que se abordaron diversas cuestiones relacionadas con el asunto fronterizo, incluido, obviamente el código de fronteras Schengen.
Sin embargo, a día de hoy, el futuro sobre cómo afectará el Brexit al paso fronterizo sigue siendo una incógnita, que sólo el tiempo y la mayor o menor flexibilidad en la aplicación del tratado comunitario se encargarán de despejar.
La semana pasada, durante su primer viaje oficial a Iberoamérica, el actual ministro español de Asuntos Exteriores y Cooperación, Alfonso Dastis, ya dejó clara la postura oficial de España: si Gibraltar sale de la Unión Europea con el Reino Unido (rechazando la única fórmula que permitiría su permanencia), la Verja se convertirá en frontera exterior de la UE.
El día 13, durante su estancia en Perú, Dastis admitió que España sí está dispuesta a estudiar un estatuto especial para la colonia británica, entre otras razones para facilitar el tránsito de los miles de españoles que trabajan diariamente en el Peñón, pero advirtió que ello requerirá de un acuerdo bilateral entre Madrid y Londres. Y que, en cualquier caso, para España, la situación de Gibraltar no es homologable a la de Irlanda del Norte, en cuya frontera con Irlanda sí que podría defenderse el mantenimiento, con ciertas condiciones, de la libre circulación de personas.
¿Acabará siendo La Línea frontera exterior de la UE? De ser así, habría que ver si, realmente, serían más las consecuencias negativas que positivas… o si, como defiende cierta corriente de pensamiento, seríamos capaces de transformar la crisis en oportunidad. A uno y otro lado de la Verja, claro está.